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Melomanías



    Disfruto de una noche en el Auditorio Nacional que me recuerda que debería frecuentar más este tipo de locales. Al son de los sones vibrantes de John Williams para Star Wars, me vienen a la cabeza un par de cosas.
    Que el violín es a la música sinfónica lo que el tomate a la cocina española: la madre de todos los sofritos.
    Lo mucho que me recuerdan algunos de estos pasajes a Kurt Weill.

        (el pequeño lo hizo de miedo; bueno, y el mayor, también)




© foto: EmeHache

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Guiris




    El fulano que diseñó y colocó a la puerta de su negocio el cartelito de marras merece nuestra más enérgica condena. Un mes y un día de rellenar cuadernillos de Rubio. ¿Dónde iremos a parar si además de la corrección política se pierde la corrección ortográfica?
    Lo malo, es que al fulano le tenían hasta las pelotas unos rumanos que desvalijaban --seguramente a pequeña escala-- el género de la tienda. Es decir, que tenía sus razones para estar cabreado, y eso no se resuelve con una condena unánime y el correspondiente rasgado de vestiduras.
     A lo que voy: la inmigración (como el turismo, la vacuna para el cáncer de cuello de útero y los distritos electorales provinciales), además de ventajas, entraña problemas, inconvenientes. Pese a lo que suele decirse, el mayor no me parece que sea el de la delincuencia asociada a extranjeros, aunque es uno de los más sensibles. Y esos problemas los sufren de forma más aguda las antaño llamadas clases trabajadoras, porque son las que conviven y compiten con los inmigrantes. Por el espacio público, los empleos, las ayudas sociales, las plazas escolares. Las mismas clases trabajadoras de las que forman parte la mayoría de los inmigrantes. Las mismas cuyos salarios se moderan si hay más oferta de mano de obra. Si la izquierda política se sigue negando a contemplar estos problemas, aferrada a la zanahoria del discurso buenista (por un lado) y al palo de la vergonzosa normativa xenófoba (por otro), las cosas sólo pueden ir a peor. Y más en tiempos de crisis.
    La negativa de los defensores del capitalismo a hacer extensiva su defensa de la libre circulación de factores y mercancías a la mano de obra --vulgo personas-- es indefendible. La facilidad con que los supuestos paladines de los derechos humanos se tapan la nariz ante medidas como las de la directiva de la vergüenza es sencillamente vergonzosa. El argumento de que la inmigración es positiva porque contribuye al crecimiento económico me parece sencillamente imbécil: ¿y el día que no lo haga? ¿qué hacemos? A mi entender, la cuestión atañe a derechos humanos básicos: el de a libertad para perseguir una vida mejor, aunque implique algo que nadie hace de buena gana: abandonar su tierra y a su gente.
    Como todos los derechos básicos, el ejercicio de éste entraña problemas que debemos ser capaces de prever y afrontar. Barrerlos bajo la alfombra de la corrección política o esperar a que nos estallen --electoralmente en el mejor de los casos-- en la cara, no me parece precisamente una idea brillante.

Por cierto, la directiva aún está en trámite (aunque avanzado): estamos a tiempo para oponernos.



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Reina de corazones



    Como el conejo de Alicia, me muevo por el mundo repartiendo saludos fugaces entre ojeada y ojeada al reloj:
    --¡Llego tarde, llego tarde!
    Sabedor de que esa prisa es sólo falta de previsión. Que tras la falta de previsión sólo hay pereza. Que bajo la pereza subyace el desánimo. Que más allá del desánimo se cobija la esperanza de que alguien me saque de la madriguera.
    Y de que, por más que uno pierda el tiempo, al final del camino siempre espera la Reina de Corazones.

© ilustración: John Tenniel

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Testimonios



    
No fue una celebración multitudinaria, sino divertida y grata.


© foto: Luis Pita

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Teología para frikis


    Me llega al buzón un artículo donde se afirma que google no es Dios. Y ahora yo dudo dónde colocar las mayúsculas.
    Superado el primer momento de alarma --en realidad, nunca se me pasó por la cabeza que nadie se hubiera planteado la divinidad de google, pero, una vez más, me equivoco--, leo con curiosidad y descubro que google no es dios porque es incapaz de proporcionarnos un dato tan sencillo como el precio de un diario madrileño.
    ¿Así que este es uno de los atributos de la divinidad? ¿Conocer los precios de las cosas? Tal vez, pero el autor del artículo se equivoca, porque google --y la wikipedia-- también tienen la respuesta. Así que, con estas reglas del juego, sí podría ser dios.
    Por suerte, guarda el argumento definitivo para el final del artículo: google no puede enseñarnos a montar en bicicleta, probablemente porque nunca ha montado en bicicleta. Desisto de someter a la prueba de google el argumento. Desolado, recurro a Bansky (vía Vendell), en lo que debería ser el lema de la blogosfera mundii.

            Tan poco que decir, y tanto tiempo.







© foto: Coldwell (de un Bansky)

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Cartel



    



© cartel: Dani Dos Dedos

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Aniversario




    La de cosas que han pasado desde entonces. Este blogo nació --cuando aún me resistía al neologísmo y me aferraba al bitácora-- como complemento de otro de ficción que brilló --ese sí-- chispeante y efímero como un castillo de fuegos para morir como los buenos: joven y dejando un hermoso cadáver, Cadáver que, por cierto, tengo bien guardado en un armario. Una vez descubierto el juguete que me fascinó casi desde las primeras letras, me sabían a poco las ficciones de aquella, y quería poder hablar con mi propia voz. De ahí estas Ideas Brillantes. Hace hoy cuatro años.
    Por el camino he chapado y reabierto el chiringuito un corto puñado de veces, he cambiado el diseño propio por el actual --gracias de nuevo, Dani--, mucho más brillante, conservando, eso sí, al calvorota de la cabecera; he pasado de algún centenar de visitas/día a unas pocas decenas, he actualizado con periodicidad cambiante, he extractado brillos ajenas, contado historias, reflexionado en voz alta, me he mirado --mucho-- el ombligo y a veces más abajo; he rememorado mi infancia con varios enfoques, he promovido y asistido a quedadas (a menudo, dejando crónica del evento), he pasado de la ilustración el color al sobrio blanco y negro, de la imagen pirateada al creative commons de obediencia más o menos estricta, he renovado en varias ocasiones la lista de enlaces (siempre corta, Pajarraca, ya lo sé) y en una ocasión al menos el criterio que la regía, he puesto por escrito las normas de la Casa y he procurado atenerme a ellas, he contestado con puntualidad a los comentarios o los he dejado correr cuando la pereza u otras obligaciones acechaban, he crecido aunque no sé si mejorado como persona, afilado la pluma, afinado el olfato, pulido la prosa y envejecido (y reflexionado largo sobre ello). He aprovechado para anotar las enormes brillanteces de mi hijo mayor (y del pequeño, también) . He compartido películas, libros y enlaces, buscado frases de la semana, he puesto en boca de Hernández y Fernández cosas que nunca dirían e inventado para ellos las cónyuges que nunca merecieron, me he mojado en varios asuntos delicados y he procurado siempre mostrarme fiel en los afectos y las creencias. He compartido algunos trances duros y muchas alegrías chicas. En público pero manteniendo al mismo tiempo esas salvaguardas de pudor que permite hablar de uno como si se hablara de otros.
    Por el camino, sobre todo, les he ido encontrando a ustedes, lectores, comentaristas, amigos. Algunos siguen aquí después de mucho tiempo, y me alegran un día tras otro con pruebas de amistad. Otros vienen cada vez con menos frecuencia --como yo mismo les visito, hay que decirlo-- pero no dejan de asomar de vez en cuando, y dejan un guiño o una sonrisa. Más contento. Hay también quienes dejaron de venir, aburridos o molestos tal vez: es normal, entiendo bien que somos barcos que nos cruzamos en la niebla. Siempre conforta escuchar los ecos de las sirenas, aunque cada uno siga luego su camino. Recuerdo a muchas, diría que a todas, y de vez en cuando intento enterarme discretamente de cómo siguen. Los que asoman de primeras nunca sabe uno si van a convertirse en unos o en otros; a veces apuesto conmigo mismo...pero rara vez gano. Comoquiera que sea, me gusta ver caras, nombres nuevos. A unos cuantos los he conocido en la vida real (TM de Ana-Monina) y se han convertido en amigos con a mayúscula y sin peros. No saben lo mucho que le agradezco a este blogo ese regalo, el mejor, aunque ni muchos menos el único.
    Sí, ya sé que soy un sentimental. Y un pesado, también. Ya. Y que estas retahílas van pareciendo una canción de Sabina, pero sin estribillo. Vale. Pero no vamos a regañar ahora por eso ¿no? Que nos vamos conociendo. Sigo.
    Con dos excepciones --ahora tres, creo-- todos ustedes han conocido antes a EmeHache que a la persona que hay detrás del nick. Siempre intenté mantener las dos esferas --vida real, vida virtual-- separadas. No es muy presentable, pero era importante para mi mantener este huerto agreste de reflexiones y ocurrencias como un jardín privado. No por desconfianza, supongo, pero no me atrevería a asegurarlo. Sobre todo por sentirme libre para ser EmeHache --o sea, yo mismo-- hasta la médula. Se me ocurría hace poco que, para alguien que no me conociera y quisiera tomarse la molestia, podría decirle: ahí tienes el blogo, lee y luego preguntas. Por pereza, supongo. Pero sé de sobra que EmeHache sólo es una parte de mi. Me gusta creer que una de las mejores, pero no me atrevería a decir tanto.
    Así pues, cuatro años ya.
    Habrá que celebrarlo, digo yo. Así que creo que les voy a invitar a unas rondas, pongamos el viernes 16 de mayo, junto a las Vistillas, aprovechando el follón de San Isidro, a partir de las 9 de la noche. Ya les diré el local, que ahora no me acuerdo de cómo se llama.
    De paso, me gustaría pedirles un favor. ¿Tendrían la bondad de dejarme dicha una --sólo una-- de estas Ideas Brillantes que les haya gustado particularmente? Ya saben, en la caja de comentarios que compartimos; si les da corte, ya saben emehache/arroba/gmail.com. Lo mismo si hay más de diez convenzo a mi editora para que finalmente saque un recopilatorio.
    Gracias (a todos, todas).
    Un abrazo (a cada uno).

© foto: Eme Hache

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Sentencias



    El abuelo A. era un hombre corpulento, excesivo y devoto del repertorio completo de placeres de casino de provincias: la conversación chispeante, la mesa repleta, el humo del cigarro hasta que se lo prohibió, el alcohol en tres o cuatro presentaciones distintas y los naipes, españoles o franceses.
    También era un hombre de ingenio agudo, a quien le gustaba hacer juegos de palabras y crucigramas. En cambio, no era particularmente sentencioso.
    Por eso recuerdo una frase que le oí mas de una vez:
    -- La vida no es a la carta.

    Ahora creo saber a qué se refería.



© foto: El Inglés

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Re-visited


    Perdida ya de la casa donde, de un modo u otro, nos críamos todos, la reunión familiar debe buscar otros espacios. Los tiempos, claro, también son otros. Siempre falla alguien: algunos, para los restos y sin remedio. Me parecen más tristes en cambio las ausencias que, sobre el papel al menos, tendrían arreglo si quisiéramos enterrar enconos y reproches.
    En medio del flujo incesante del cotilleo, del humo que no para de los cigarrillos compartidos, de la sobremesas pausadas y las tertulias nocturnas hasta las mil, me ataca una murria honda y seca. No sabría explicar por qué, pero me encierro en el silencio, me escudo detrás de un periódico atrasado o me enfrasco en un sudoku que sé desde el comienzo que quedará sin resolver. Cuando ni aún eso vale, me excuso cortesmente y me voy a la cama.
     Dejo que los demás, los más apresurados, busquen una explicación aparentemente evidente a esta conducta. Pero yo sé que no es eso. Sin embargo, no tengo respuesta. Intuyo que tiene que ver con la resistencia a compartir el dolor de los más mayores y la incapacidad para compartir la despreocupación de los más jóvenes. Con el dolor del exilio y de la pérdida definitiva de tantas cosas. Con la conciencia del paso del tiempo.
     Me examino, pero sólo encuentro un síntoma, y no definitivo, de depresión.
     Mientras me miro el ombligo, sin embargo, me blindo a la vez contra la alegría que me rodea y el dolor que sobrevuela, y hago poco y mal por remediarlo.
     Todo esto en unos días que sé que al mayor de mis hijos --y al pequeño-- le resultarán deliciosamente inolvidables.



© foto: Lawl

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