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Infiernos



     Al infierno se va en cercanías. En realidad, es casi como ir en metro. Al llegar, un enorme cuervo campa solemne por el andén, aguantando a pie firme --a garrra firme-- la llegada del convoy; sólo echa a volar con el silbido hidráulico del mecanismo de apertura de las puertas.
     La visita al infierno, despoblado de demonios, sin apenas huellas tangibles de los condenados, se hace extraña, entre grupos de turistas que viene y van --vamos y venimos-- con una audioguía pegada a la oreja. Quedan, eso sí, el propio espacio, sobrecogedor sólo si uno sabe qué ocurrió allí: de hecho, choca saber que hasta los años 50, muy a finales, siguieron viviendo en aquellos mismos barracones familias de refugiados, instaladas en el campo a falta de viviendas.
     Impresionan, claro, la leyenda de la verja de entrada, de dimensiones casi domésticas; el monumento judío excavado en la roca, los crematorios, los calabozos descascarillados del llamado bunker. Impresiona saber que estuvo abierto entre 1933 y 1945. Las caras de los vecinos de Dachau a los que las tropas norteamericanas llevaron de tour forzado por el campo.
     Impresiona llegar al infierno en cercanías. Y toparse en la cantina de la estación el logo chillón de Mac Donalds.

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