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Juegos de cartas (3)



    La parte buena de las cartas del abuelo Antonio era –ya lo he dicho— su contenido; la parte mala, en cambio, era que había que contestarlas. En esto tanto la Madre como el mismo abuelo eran inflexibles. Así que allí nos tenías, sentados a la mesa, agonizantes a una edad impropiamente temprana ante el pavor ante el folio en blanco.
    --Y ¿qué le pongo? – intentaba zafarme.
    --Tú sabrás. – respondía, seca, la Madre— Cuéntale lo que haces en el cole, o con los amigos.
    --¿Puedo hacer un dibujo? --preguntaba Jonás mientras abocetaba mentalmente batallas de platillos volantes con profusión de láseres --raya discontinua quebrada— y cañonazos --raya discontinua y nube de humo en el extremo.
    -- No.
    -- Jo.
    -- Primero escribe, y luego pintas algo sobre lo que has escrito.

    En cuanto pudo, Mamá nos hizo llegar una carta desde la cárcel. Nos decía que teníamos que ser buenos, que ella volvería pronto y que hiciéramos el favor de parar de crecer para no perderse nada; luego decía que era broma, y que al contrario, que teníamos que crecer y hacernos mayores, hacer caso al Padre y a la tía Mari y estudiar como era debido, para que pudiera seguir estando tan orgullosa de nosotros como siempre. Mandaba también montones de besos y abrazos.
    En cuanto tuvimos una dirección --Eugenia García Ramos, Modulo VI, Centro Penitenciario de Mujeres Yeserías (Madrid)--, nos tocó a Jonás y a mi escribirle una carta todas las semanas. La primera vez la redacté de corrido, contándole todas las cosas que me habían pasado, lo que había aprendido en cada asignatura –estábamos estudiando los gasterópodos con babas y todo—y lo muy nervioso que me ponía el Microbio con sus niñerías. A la tía Mari le pareció todo bien, aunque sugirió que tal vez tendría que añadir que le echaba de menos.

    --Pero eso ya lo sabe.
    --Claro, cariño, pero siempre gusta oírlo.
    --¿Puedo hacer un dibujo? –preguntó Jonás.
    -- Sí, pequeñín, seguro que a tu madre le encanta-

    Yo sabía que a la Madre le iba a mosquear mucho recibir una batalla de platillos volantes, pero resultó que no, que se había reído mucho. Así que a la semana siguiente estuve tentado de pintarle un Stuka con su esvástica en la cola bajando en picado para dejar caer sus bombas sobre una hilera de blindados aliados, pero luego lo pensé mejor y decidí hacer caso a Mari. Así que le puse que la echaba de menos, que el Padre estaba muy raro y trabajaba mucho y que la Tía Mari era genial pero que se echaba a llorar sin que uno supiera por qué, y que yo creía que era porque el Microbio le agotaba la paciencia. Cuando la vio la Tía, antes de meterla en el sobre, me dijo que no podía ponerle esas cosas, y que mejor le contara lo que había aprendido en el cole.
    El Padre nos había explicado que teníamos que poner cuidado con lo que escribíamos, porque en la cárcel las cartas te llegan abiertas, porque había unos señores que las miran y si no les gusta lo que estaba escrito pues las tachaban o las cortaban o simplemente no se la entregaban a la Madre. A eso se llamaba censurar la correspondencia, pero yo no entendía por qué a los censores les podía parecer mal que la tía Mari llorase por culpa de Jonás. Más tarde, claro, comprendí que ese no era el problema.

    La segunda vez que Jonás mandó el dibujo de la batalla espacial de los platillos volantes la Madre le insinuó que debía dejar volar un poco más la imaginación, y que no estaría de más ver qué tal iba de caligrafía. Al Microbio no le gustaba escribir; en realidad, no le gustaba hacer nada que le recordara al colegio, incluido comer empanadillas. Mi hermano demostró, desde su más tierna infancia, una aversión al trabajo sólo comparable con su habilidad para que nadie lo notase. Luego, cuando estudié en la facultad, aprendí que la eficacia es justamente eso: obtener el máximo provecho con los mínimos recursos. Jonás era, ya desde bien pequeño, el paradigma de la eficacia. Pero incluso un cliente tan entregado como la Madre tenía sus límites.
    Así que después de los dibujos, Jonás atacó repetidas veces las variaciones Goldberg sobre un monotema: contar una semana en tres frases y media. Hasta que el Padre se cabreó.
    --Mira, Jonás, tu madre lleva dos meses fuera, y tienes que esmerarte un poco. Vuestras cartas son muy importantes para ella.
    --La Madre no está “fuera”: está “dentro”. Si estuviera “fuera” podría venir a vernos y viviríamos todos juntos como antes. Y esa –señaló a la Tía—se podría ir a su casa.

    La eficacia no está reñida con la audacia, pero esta vez se había pasado, como vino a recordarle de inmediato un pescozón veloz y sonoro. La paciencia del Padre tenía un límite, y cualquiera sabía que era sumamente fácil acercarse a él. Además, no había avisos, sólo la sanción radical de una colleja que te dejaba la nuca rabiando durante diez minutos.
    Así que a Jonás le tocaba ponerse a escribir y tener la fiesta en paz.
    --Mira, chaval, vas a escribir una carta como es debido y vamos a tener la fiesta en paz. –
    Si el Padre te llamaba “chaval”, es que la cosa estaba fea.

    Pero el Microbio, aparte de suerte, eficacia y propensión al ahorro, tenía carácter.
    --No.

    Y fue no. Ni la segunda colleja, ni el quedar castigado sin televisión una semana –y eso significaba El Virginiano y los Chiripitiflaúticos-- , ni los gritos trufados de maldiciones del Padre, ni la intercesión conciliadora de la tía Mari lograron que se atuviese a razones. Jonás se cerró en banda y sanseacabó.

    Me tocó entonces escribir doble, para suplir la ausencia del Microbio. Así que le conté con detalle a la Madre cómo se organizaba el juego de polis y cacos en el patio del recreo, usando como casa –y cárcel—las porterías del fútbol, y cómo cuando nos agarraban los polis formábamos una cadena enlazados por las manos, que se estiraba como una serpiente eslabonada en busca de la palmada que nos dejaba libres. De nuevo a la tía Mari no le pareció tan buena idea que le contara estas cosas, tal vez porque pensara que el de la censura podía creer que era algún tipo de metáfora. Ya habíamos estudiado las metáforas en clase de lengua, pero no acababa de entender a qué se refería Mari, ni que tenía esto que ver con el astro rey ni con las perlas de tu boca.


© foto: Techne

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