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El armario de Zumalacárregui

    Cuentan que don Benito Pérez Galdós --uno de nuestros mayores escritores vivos y una de las más nobles imágenes en un billete de mil pesetas-- topó mientras andaba embarcado en la preparación de la tercera serie de los Episodios Nacionales con uno de los descendientes de un lugarteniente, ayuda de cámara o secretario del caudillo carlista Zumalacárregui. Sabedor de que don Benito preparaba un episodio dedicado al temible don Tomás, el heredero se ufanó de ofrecer al famoso escritor cierta documentación que podría serle de utilidad. Concertaron un encuentro, y condujo a Galdós hasta su casa,  una de cuyas estancias alojaba un armario de buen tamaño. Lo abrió y mostró su contenido: legajos y expedientes, correspondencia suelta y en atados, libros de órdenes, partes de guerra,  en fin, todos los papeles de Zumalacárregui, abarrotando las baldas y custodiados como el precioso tesoro que eran.
-- A su entera disposición quedan, don Benito. Aquí tiene para escribir tres volúmenes más.

   Algo parecido debió de pensar el canario, que pidió un rato a solas con los papeles, anduvo husmeando un poco, picoteando aquí y allá, quizá tomando algunas notas.  Cuando consideró que se había cumplido el plazo que exigía la cortesía, se retiró de la casa, dando cumplidas gracias al poseedor de semejante tesoro histórico.
    Jamás volvió. Probablemente gracias a ello escribió este prodigioso Zumalacárregui (quien lo dude, que  proponga un arranque con la fuerza de la confesión y fusilamiento de don Adrián Ulibarri).

    A veces pienso que Internet --la web, la internet invisible, los océanos de literatura gris y todo lo demás, incluidos los blogos-- son un poco como ese armario. El volumen de datos, la profusión de análisis, de puntos de vista, son de tal magnitud que puede uno acabar enredado en la tarea de documentarse, desbordado por todo lo que hay que leer, abrumado por lo que existe y no llegar a arrancar nunca la tarea de esbozar sus propias conclusiones, su aportación más o menos original. Y no crean que hablo de oidas.

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