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Rosario







    Como todo hijo de vecino, cuando el tráfico se detiene ante un semáforo echo un vistazo a ver qué se cuece en el coche de al lado. Da igual que vaya en autobús municipal o --como un miembro más de la familia real-- al volante de mi propio vehículo. Se ven cosas curiosas, ya saben, además de las consabidas pelotillas nasales (¡las hay de un tamaño asombroso!), gente que habla y gesticula sóla  (algunos con la excusa del manos libres), muchas mujeres que se retocan las pestañas o el párpado (sobre todo a primera hora). Parejas que discuten y otras que aguardan con ansia el parón para enredarse en besos insondables. Pero hasta ayer no había visto nunca a nadie rezando al volante.

      Lo habría pasado por alto si no fuera porque llevaba un rosario en la mano, y corría las cuentas. Un hombre en los cuarenta, pulcro pero no encorbatado, serio pero no adusto. No sé si iba por el tercer misterio de la red, si estaba con los padrenuestros (un total de cincuenta) o las letanías. Lo que si sé es que me pregunté por el valor de una oración musitada en tiempo-basura y con una concentración tan pobre. A riesgo de ser interrumpido en pleno  rapto de fe por el típico cabroncete que trata de colársete por la derecha y al que no tienes más remedio que mostrarle el dedo.
     También --se lo juro-- rogué al Dios de los descreidos que no se topara con uno de esos agentes de la autoridad tan imbuidos de la alta misión que simboliza el uniforme. 

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